Ayné


El espejo rehuye mi mirada, triste, casi suplicante. No entiendo lo que ha ocurrido y él sólo me devuelve un reflejo ojeroso y sin vida. No dice nada, sólo mira desafiante y me enseña los restos de mí otro yo.


Lo toco con la esperanza de atravesarlo y poder sacar de él a la chica que un día fue feliz. La que se pintaba la raya del ojo y creía comerse el mundo, la que se sentía cual bailarina de ballet enfundada en un tutú rosa.


La que ahora llora al verse atrapada en una escala de grises de la que no puede escapar. La que marchita con cada tic-tac del reloj. La que me observa con ojos tristes y me pregunta por qué ya nada es lo que era.


Sostengo su mirada unos instantes, analizo su expresión, su cara. Sigue usando el mismo maquillaje, la misma sombra de ojos y el mismo eyeliner. Todo igual, pero ella ha cambiado.


No queda ni un atisbo de ilusión en su mirada. La soledad pesa sobremanera en sus hombros, y no quiere perderse a sí misma también. Sin embargo, cada día el espejo es más grueso y ella no puede salir. Atrapada desde el mundo sin color, lo mira con rabia y desesperación, las lágrimas vuelven a resbalar por sus mejillas, que ya están quemadas de tanto dolor y le pregunta:


¿Cómo salir a escena y bailar si has perdido tus zapatillas?


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